Adriana Sánchez del Pozo es una mujer normal. Hace tiempo que ha sobrepasado los cuarenta y que la insatisfacción ha llegado a su vida. En realidad, no recuerda haber estado satisfecha con su suerte jamás. Quizá si hace memoria recuerde un breve instante, tal vez el día de su boda o cuando nacieron sus hijos, pero son momentos tan lejanos en el tiempo, que apenas puede recordarlos.
Se casó muy joven, no tiene estudios, ni aficiones, ni amigos, ni una vida de la que presumir. Quizá por eso le dice a todo el mundo que su marido es arqueólogo, aunque el pobre Jaime es camionero desde los 20 años y ni siquiera sabe qué es eso que su esposa le adjudica. También suele hablar sobre lo maravilloso que es con ella, lo bien que la trata y cómo cocina y limpia cuando regresa de sus viajes de trabajo. Se ha autoconvencido de que las demás mujeres la miran con envidia y es incapaz de reconocer que, en realidad, se ríen de ella. "¡Uy,sí! ¡Mira a la marquesa!" , dicen a su espalda mientras hacen muecas con las que expresan lo ridícula que les parece.
Adriana no es una buena persona, cualquiera puede verlo tras intercambiar un par de frases con ella, pero como buena ignorante se considera una víctima de los demás. Ni siquiera es capaz de reconocer que es una petarda cargante que agobia a quienes la rodean, que incomoda y que su afán por conocer cada detalle de la vida de los demás la convierte en persona non grata para aquellos a los que quiere impresionar. Es una compañía perjudicial para cualquiera, pero alardea de su inocencia ante cualquiera que quiera escucharla. "No lo entiendo", dice con una sincera cara de dolor, "yo no le hago nada a nadie". Pero lo hace, cada vez que abre la boca lo hace.
Hace un par de años sus hijos le enseñaron a utilizar el ordenador. No sabe hacer gran cosa, aunque ha aprendido a relacionarse con otras personas a través de la red. Se ha creado un perfil con un nombre que ella considera sexy y elegante, pero que es el colmo de lo cursi y vomitivo: Giselle. Amparada en el anonimato, se ha inventado una vida que la satisface mucho más que la real. Ahora su marido es escritor, pero no un escritor cualquiera, sino uno tan famoso que no puede decir su nombre para no comprometerlo. Ella, por su parte, es historiadora. Terminó la carrera un par de meses antes de casarse y, poco tiempo después, llegó su primer hijo. El niño sigue los pasos de su padre y la niña es periodista en Italia. La más pequeña, por el contrario, es profesora en un instituto. La gente la admira, venera a la esposa del misterioso escritor. Veranea en Hawai y, cuando se siente fatigada, viaja a Estados Unidos para comprar en la Quinta Avenida. Esa es la vida que desearía tener, la que comparte con otras personas anónimas, pero la realidad es muy diferente: su marido es un machista maleducado que jamás le habla como a un ser humano, sus hijos no han sido capaces de terminar el bachillerato y es abuela de un niño de siete años nacido como consecuencia de una noche loca de su hija de quince años. Se casó porque pensaba que una mujer no podía vivir sin marido e hijos y presionó al estúpido de Jaime para dar el paso definitivo, el que, a su pesar, la ha convertido en una prisionera.
Odia su vida.
Odia a su marido.
Se odia a sí misma...
... pero mientras pueda vivir otra vida, siente que todo está en su lugar.